Al cumplir veinte años, tras fracasar en la carrera que no se por qué elegí; al tiempo que hice la mili, decidí estudiar lo que me gustaba. Entonces aprendí a estudiar, a disfrutar aprendiendo, a saber lo que es una matrícula y la gozada de conseguirla.
Cuando a los veinte años descubres que no eres tonto, estudias con avaricia, no te conformas con cualquier nota. Cuando aprendes que el éxito va precedido del orden, la disciplina y el gusto por el trabajo bien hecho, ya no hay nada que se te ponga por delante.
La historia se repite. Mi hijo parece llevar los mismos pasos que yo. Y de nada vale mi experiencia. Sin embargo, para entonces ya tenía a mis espaldas diez años de vida laboral a las ordenes de mi padre. Trabajo sin remunerar, pero trabajo que ayuda a valorar las cosas en su justo término, que forja el carácter y curte el espíritu.
Recuerdo que cuando mis amigos se iban al cine, la tarde de algún domingo -aún no había televisión- tenía que ayudar a mi padre a sacar la fruta de la cámara frigorífica a las estanterías. Los lagrimones y hondos suspiros de impotencia no los he olvidado, pero sé que estos me hicieron fuerte para afrontar posteriores reveses de la vida.
Hoy las cosas están mucho más jodidas: no hay trabajo. La competitividad en cualquier ámbito es brutal. Mi hijo aún no se ha enterado que no basta con aprobar. Al final el mercado de trabajo, como la montaña, pone a cada uno en su sitio. Los más fuertes, astutos y preparados llegan los primeros a la cima, y el resto van llegando como pueden, situándose a media ladera donde les dejan. Otros desisten y se quedan por el camino. El guía te aconseja y anima, pero la montaña tienes que subirla tú.
La realidad es que el futuro es incierto porque están cambiando los escenarios y las reglas del juego. Nuestros hijos, no tendrán nuestra calidad de vida. Al menos como la hemos entendido, con un trabajo estable y medio bien remunerado que te permita unas vacaciones, una casa en la playa o campo, viajes ...etc. Por ello creo que el mejor legado que podemos dejarles es su educación, por más que les cueste a ellos y a nosotros.
Pero no sólo una educación instrumentalista basada en el domino de unas técnicas al servicio del empleador, sino educación en el amplio sentido de la palabra. Educación en valores con los que aprendan a enfrentarse la vida y adaptarse al medio sin que este les fagocite o les expulse. No les deseo la felicidad del canario en su jaula de oro, ni a la libertad del perro tirado en la carretera, ya que ambas son una falacia.
Los avances históricos suceden en forma de evolución y revolución, se escriben con crisis y retrocesos, para posteriormente resurgir de las cenizas.
Lamentablemente, en esta crisis aún queda mucha leña por arder.
Lo dicho, malos tiempos para la lírica.
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